El hecho de que los videojuegos son el medio de expresión interactivo por excelencia no es ya ninguna sorpresa para nadie. Pero quizás, habría que ampliar el alcance de lo que entendemos por esa interactividad, más allá de una mera cuestión mecánica o de influencia del jugador en el desarrollo de la partida: ¿es la subjetividad única, personal e intransferible con la que el jugador recibe y, sobre todo, interpreta y reordena las señales del juego un elemento más a tener en cuenta en esa interactividad? Desde los inicios de los videojuegos, la abstracción a la que recurrían muchos de ellos necesitaba de la intervención del jugador para ser interpretados correctamente. Algunos géneros especialmente proclives a la abstracción, épocas en los que la concreción visual era imposible tecnológicamente o recursos gráficos que, por propia definición, tenían que lanzarse de cabeza a lo no figurativo, como los primeros juegos vectoriales, han tenido siempre al jugador como clave consciente y necesaria para ser interpretados. Aunque se haya perdido con la llegada del fotorrealismo gráfico, ¿es la intervención del jugador como reordenador de la realidad alternativa que proponen los juegos un elemento clave en el medio? ¿Están los cronistas de videojuegos obligados a considerar en sus reflexiones esa presencia del jugador como parte nuclear de la mecánica y la lectura del código del videojuego?